miércoles, 22 de abril de 2015

Repetir o no repetir




Elogio de la repetición
Por Pablo Ingberg

Las repeticiones tienen una «mala prensa» a mi parecer bastante generalizada y sobre todo muy inmerecida. Habrá repeticiones torpes, claro, pero también hay repeticiones bellas, y la mejor literatura está sembrada de espléndidos ejemplos. Los formalistas rusos, cuando buscaban definir su objeto de estudio, lo que hacía literario a un texto, encontraron que la repetición era uno de los recursos más definitorios de ese fenómeno. Edgar Allan Poe, en su célebre ensayo Filosofía de la composición, donde describe el proceso a través del cual afirma él haber compuesto su poema «El cuervo», da como punto de partida la búsqueda de una repetición que enseguida lo hizo optar por una palabra que funcionara a manera de estribillo. Numerosos recursos y figuras son formas de repetición: rima, aliteración, anáfora, polisíndeton. Los poemas homéricos, primera fuente de la literatura occidental, están plagados de fórmulas repetidas, como el epíteto de Aquiles, «el de los pies ligeros» (según la traducción de Segalá y Estalella). Y sin embargo, no es infrecuente encontrarse con resistencia a mantener las repeticiones al traducir. Voy a dar un solo ejemplo muy ilustrativo de esta cuestión que me ha tocado experimentar de muy diversas maneras.

Varias veces he trabajado en talleres de traducción con un relato de Virginia Woolf titulado «La señora Dalloway en la calle Bond», del que se dispararía poco después su novela La señora Dalloway. Clarissa Dalloway sale a comprar guantes (en la novela pasarían a ser flores) en la calle Bond. A los pocos metros y párrafos se cruza con un viejo amigo con el que mantiene un brevísimo diálogo de seis alocuciones, todas y cada una de ellas indicadas mediante la forma verbal said, «dijo»:


—¡Buenos días! —dijo Hugh Whitbread levantándose el sombrero de manera más bien extravagante junto a la tienda de porcelana, pues se conocían desde niños—. ¿Adónde vas?
—Me encanta caminar por Londres —dijo la señora Dalloway—. ¡En realidad es mejor que caminar por el campo!
—Nosotros acabamos de llegar —dijo Hugh Whitbread—. Por desgracia para ver a los médicos.
—¿Milly? —dijo la señora Dalloway, compasiva al instante.
—Decaída —dijo Hugh Whitbread—. Esas cosas. ¿Dick bien?
—¡Magnífico! —dijo Clarissa.


Pues bien, la inmensísima mayoría de las personas enfrentadas a ese párrafo opta por variar el verbo: dijo, respondió, comentó, preguntó, contestó, exclamó. No es difícil. Ahora, lo primero que suelo plantearles, ¿vamos a pensar que Virginia Woolf, una de las prosistas más extraordinarias de la lengua inglesa y una mente brillante, que revisaba meticulosamente sus escritos, no se dio cuenta ahí de lo que hacía, cometió una torpeza, y nosotros, que somos mucho más avispados que ella, tenemos que corregirla? Y (sólo por fingir, porque no me cabe duda de que fue una elección consciente de la autora) aunque fuera una torpeza, la función del traductor es traducir, incluso lo que cree torpezas, jamás corregir o «mejorar».

El peor argumento en contra que me tocó padecer fue: pero eso está en el espíritu del inglés y no en el del castellano. Bueno, si vamos a creer en espíritus… Por supuesto, solicité ejemplos concretos en ambas lenguas, no volátil aire. Poco después cayó incidentalmente en mis manos un ejemplo perfecto: alguien cercano me comentó que acababa de leer el cuento «Fresco de mano» del argentino Juan José Saer, y que la únicas formas verbales empleadas allí para las abundantes alocuciones es «digo/dice». Parece que el espíritu de la repetición sopla también en todas partes, aunque muchos no lo quieran ver.




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